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El sueño de Barcelona

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Se cumplen veinte años de la inauguración de los Juegos Olímpicos de Barcelona. Un sueño. Fueron los primeros a los que fui como enviado especial del Diario AS, el periódico de casi toda mi vida. Un sueño, sí. Junto a Carlos Jiménez, entonces redactor jefe del periódico, y Javier Gálvez, un fotógrafo de extraordinaria calidad, me desplacé a Barcelona en coche, porque llevábamos material de oficina para la redacción que teníamos reservada en el Centro de Prensa, cercano al Castillo de Monjuïch: un fax, ordenadores, folios, teléfonos… Era otra época. Ahora el fax casi no se utiliza, entonces los teléfonos no eran móviles, sino fijos, las maquetas se hacían sobre papel, no en una pantalla de ordenador...

Comenzamos a trabajar y a montar el despacho varios días antes de que llegase el resto de compañeros.

Para mí Barcelona fue una experiencia maravillosa, desde el primer día hasta el último. Desde el momento en que me acredité hasta el momento en que arrancamos otra vez en coche (había que devolver a Madrid el fax, los teléfonos, los ordenadores…). Un sueño. Una felicidad. Me enamoré absolutamente de Barcelona y de su gente. Trabajé como pocas veces en mi vida: hasta 16 horas diarias. Como todos los demás, por cierto. El periódico hizo un despliegue extraordinario y un esfuerzo económico portentoso.

Me acuerdo de aquellos Juegos como si los estuviera viviendo ahora mismo. Por ejemplo, la Ceremonia Inaugural la vi dos veces: en el ensayo del día antes y en la oficial. En el ensayo Rebollo no lanzó su flecha flamígera. En la Ceremonia de verdad, cuando en medio de la negritud de la noche envió el dardo y se encendió el pebetero, un escalofrío me recorrió la espalda y dos lágrimas inmensas me rodaron por las mejillas. Como está a punto de sucederme ahora.

Barcelona hizo una Ceremonia elegante, desenfadada, revolucionaria, divertida, que rompió con todo y que inició una nueva era en los rituales olímpicos. Pero creo que nadie ha conseguido igualar. Impresionante y magnífica.

Y luego llegaron las medallas, una tras otra, en cascada magnífica. La primera, la de José Manuel Moreno en ciclismo en pista. Y luego todas las demás. Me acuerdo especialmente de las de atletismo, por razones obvias. Del oro de Dani Plaza en 20 kilómetros marcha, primero de la historia para un atleta español; del título fantástico de Fermín Cacho en 1.500; de la plata de Antonio Peñalver en decatlón y el bronce de Javier García Chico en pértiga. Pero también de la victoria española en fútbol, con una generación magnífica de jugadores: Luis Enrique, Guardiola, Kiko, que metió el gol de la victoria ante Polonia en el Camp Nou: 3-2. Hasta entonces nadie había conseguido perforar la portería española. Inolvidable para siempre.

Y del oro conquistado por Mirian Blasco en judo, no mucho tiempo después de que muriese su entrenador. Sus lágrimas en el podio emocionaron a medio mundo. Y del alcanzado por Theresa Zabell en vela, ahora vicepresidenta del Comité Olímpico Español. Y aquel de las chicas de hockey sobre hierba, entre las que estaba Mercedes Coghen, que posteriormente dirigió la candidatura española a los Juegos de 2016...

Y en la Ceremonia de Clausura volvieron a saltárseme las lágrimas al ver llorar detrás de mí a chavalillos voluntarios, abrazados y temblorosos, que veían cómo el sueño se acababa. Y al sufrir con la extinción de la llama olímpica apagándose lentamente en el pebetero del Estadio Olímpico. Y no me olvido de una noche, en la emblemática Fuente Mágica de Montjuïc, doblado de cansancio, pero feliz. El agua brotaba y remitía, iluminada con diversos colores, siguiendo los compases de Barcelona, la canción interpretada por Montserrat Caballé y Freddie Mercury, que ya había fallecido. A mi lado, un joven extranjero (hablaba en inglés) no lo pudo evitar y gritó atronantemente, de alegría.

Pues eso fue Barcelona. Y mucho más, claro.