Ha costado Dios y ayuda entrar de nuevo aquí. No sé qué demonios han hecho con el sistema que el ordenador decía “nein” a esas claves tan artísticas que se han sacado de la manga. Ni Picasso. Pero bueno, insistiendo y buscando la forma se ha logrado; hasta la próxima ocurrencia que venga con premeditación y alevosía :-))
Juan, gracias por esta entrada, por seguir en el machito a pesar de muchos pesares. Buen ejemplo, digno de seguir, que es exactamente lo que me dispongo a hacer.
Hoy es fiesta aquí, Lunes de Pascua (¡Feliz Pascua Florida!; Frohe Ostern!; Happy Easter! – ya puestos...), pero como el frío sigue dando por saco (ayer amaneció nevando y a uno bajo cero), en lugar de irnos de paseo lo mejor será darle a las teclas; rememorar viejos tiempos foreros al regreso de las orillas del mar grecocartaginés (para contestar a tu pregunta), de allí donde una luz que nunca habrá por estos lares se refleja en los añicos de ánforas y en las huellas de pasados corsarios (que se arriesgaban más y expoliaban bastante menos que los de cuello blanco del presente); nadar contra la corriente vacacional colgando aquí un tocho de órdago a la grande (en tres entregas para que abulte menos), traducido a ratos por capricho en alguna que otra tarde para hacer más soportable la oscuridad del nunca mejor dicho interminable invierno. Para quien no se asuste y tenga ganas de leerlo. Y quien no, que se lo salte.
Puede que no carezca de interés comprobar en retrospectiva qué poca consistencia tienen algunas afirmaciones, ver cómo, cuando menos lo pensamos, se tambalea y hasta se derrumba lo que parecía un hecho inamovible.
Extractos de un larguísimo artículo firmado por Gerald Marzorati, publicado el 28 de agosto de 2011 en el New York Times (traducción bastante libre)
La encarnizada intimidad de los rivales
Rafael Nadal se lo piensa antes de hablar de rivalidades en tenis. Estamos a finales de junio y la tercera jornada del torneo de Wimbledon llega a su fin. Alrededor de una hora antes Nadal se ha desecho en sets corridos y sin dificultades de su oponente de segunda ronda, el estadounidense Ryan Sweeting, un fuerte pero por sistema inconstante pegador. Ahora, recién salido de la ducha, con el largo pelo revuelto, los bíceps tensando las mangas de su ajustado polo, Nadal, en ese momento “número uno” del tenis mundial, está sentado en una pequeña sala del centro de prensa de Wimbledon y mide bien sus palabras. Baja la vista, juguetea un poco con la botella de agua que tiene delante, junta luego las manos, alza un poco la cabeza, la inclina a un lado y esboza una sonrisa, que se esfuma cuando me ve.
“No puedo hablar por otros jugadores, hablo por mí”, dice en inglés, ese idioma que ahora, a los veinticinco años, maneja con más soltura, del mismo modo que en general se ha hecho más comunicativo en su trato con los medios. “Digo siempre lo mismo: uno no sabe quién es su rival hasta que no termina la temporada. Ya veremos quién será el mío”. Calla un instante, se rasca la cabeza y dice: “De momento, día a día, mi rival es mi contrario de turno, y yo mismo soy también mi propio rival, porque tengo que hacer las cosas bien en todos los torneos y en todos los partidos”. Bebe un sorbo de agua. Algún día el tema de quiénes fueron sus rivales se impondrá en todas las conversaciones que giren en torno a él (...), pero justo de eso es de lo que no quiere hablar ahora.
La rivalidad tenística no tiene parangón en ningún otro deporte: es cara a cara, perenne, de alto riesgo, táctica, psicológica, personal.
(...) En los primeros cuatro años de la década de los setenta, Muhammad Ali y Joe Frazier disputaron combates de una nobleza brutal y establecieron una rivalidad electrizante, tan cultural y política como deportiva; y, sin embargo, aquello fue inusual, producto de una época turbulenta, no del boxeo propiamente dicho.
(...) La rivalidad deportiva de la era moderna que poseyó esa intensidad duradera, esa complejidad estratégica e intrínseca y siempre esa capacidad de ofrecer un juego excepcional que distingue a las mejores rivalidades en tenis fue la de Magic Johnson y Larry Bird, con los extraordinarios equipos de los Lakers y los Celtics en los años 80. Pero desde entonces, del baloncesto¿qué?...
En tenis, la rivalidad es siempre entre dos o como mucho entre tres o cuatro jugadores que se disputan los títulos en la cumbre. (...) Desde enero en Australia hasta noviembre en las pista cubiertas de París y Londres, los tenistas se ven de continuo, comparten pistas de entrenamiento, salas de espera e, incluso, vestuarios. No suelen jugar en casa, ante sus propios seguidores - excepto en los torneos de su país (aunque a veces ni eso parece servirles de mucho)-. Los acompañan entrenadores, familiares, (...), cuentan con su apoyo y en muchos casos han contado con él desde que empezaron a competir de alevines. Pero en un aspecto digamos existencial para los mejores de los mejores sólo hay otro mejor de los mejores capaz de empujarle hacia la grandeza en la cancha, de dejarlo grabado en la mente de los seguidores, de contribuir a que el resto de los tenistas comprenda cuánta soledad pesa en el corazón del profesional no sólo en la pista, sino también en su vida itinerante, en su espíritu de luchador, en su fortaleza mental. Para llegar a ser un gran jugador de tenis es imprescindible tener un rival.
Pero, en este momento Nadal no quiere hablar de eso, por mucho que yo intente inducirle a decir quién es ahora realmente su rival. Desde 2005 ese rival era simple y magníficamente Roger Federer. Ambos, Roger y Rafa, han reinado en el tenis masculino - como número uno o dos, según - durante seis años. El diestro contra el zurdo. Los golpes elegantes, los puntos gratis de Federer frente a la velocidad, la defensa y la musculosa potencia de Nadal. Un juego frío y cartesiano frente a otro ardiente, abrasivo. Sobrepasaron así las fronteras del tenis, como suele ser el caso en las rivalidades tenísticas. Llegaron a embarcarse en una especie de complejo destino común, psicológico e incluso emocional, viéndose unidos de una forma que trascendía hasta sus mayores hazañas en la cancha – logros nada despreciables, sobre todo después del que se dice ser el mejor partido de todos los tiempos: la final de Wimbledon 2008, ganada por Nadal tras cinco extenuantes y sublimes sets, después de 4 horas y 48 minutos y de dos interrupciones por la lluvia-.
Como rivales (...) demostraron que del atletismo y de la voluntad de mejora pueden nacer campeones capaces de jugar en todo tipo de canchas: pista dura, hierba o tierra batida. Y de algún modo, por cómo eran y por cómo entendían la historia del juego, además de por cómo evolucionaba su “química” personal – incognoscible para nosotros y, quizás, incognoscible para ellos –, restablecieron una especie de caballerosidad victoriana en el tenis masculino: una decencia reflexiva, de buenas maneras, lúdicamente infantil (sin perjuicio de la feroz pugna individual) para cuyo fomento se habían establecido las reglas, las costumbres y los hábitos del tenis.
Pero en los últimos meses, el ascenso de Novak Djokovic ha eclipsado su rivalidad. El serbio de 24 años era ya desde 2007 uno de los diez mejores, pero ahora ha conseguido perfeccionar su juego de forma impresionante. Nadie, ni siquiera Nadal, que hasta el mes de junio habia perdido cuatro finales contra él (Federer sólo ha derrotado a Nadal en dos ocasiones desde 2007), ha sido capaz de ganarle en los primeros meses del año. Djokovic llega a Wimbledon como número dos mundial y al jugar la final acumula puntos suficientes para ser número uno. Ya no se trata – o por lo menos no sólo— de Federer y Nadal, incluso para aquellos que esperan, en contra de toda esperanza razonable, que continúe lo que consideran la máxima rivalidad de todos los tiempos.
Para mí, la mayor rivalidad fue la de Chris Evert y Martina Navratilova: 16 años, 80 partidos, incluidas ocho semifinales y 14 finales de GS (Abierto de Australia, Roland Garros y USO), y todo el lío (y cuando digo lío quiero decir realmente lío) de implicación social y de complicaciones que la acompañaron.
Es cierto, sin embargo, que a lo largo de los años las rivalidades más apasionantes han sido entre hombres, que hoy día el tenis femenino no cuenta con ninguna rivalidad digna de tenerse en cuenta, que se encuentra en una encrucijada, con una número uno, la joven tenista danesa Caroline Wozniacki, que – como no dejan de recordarle de continuo en los blogs – jamás ha ganado un GS.
Por el contrario, el tenis masculino vive una edad de oro – más si cabe que a finales de los 70 y principios de los 80. Los veinte mejores nunca han sido mejor (como dijo hace poco John McEnroe, una encarnación de esa era). En junio, Agassi comentaba: “Los jugadores son más veloces, más fuertes, su forma física es mejor y en general la potencia es mucho más alta. Pete Sampras, su rival de los años 90, afirmó durante el torneo de Wimbledon que el dominio de los cuatro primeros — Djokovic, Nadal, Federer y el escocés Andy Murray — nunca ha sido mayor que ahora. “Los cuatro se mueven mejor que nadie, son atletas más completos”.
Pero Nadal esquiva el tema: “Con Roger existió una gran rivalidad porque nos enfrentamos en finales de GS y en finales de torneos importantes durante años. Con Novak pasa lo mismo. Ahora hablamos de Novak, pero ya en los últimos cuatro años ha sido el número tres, no el veinticinco. También formaba parte de la rivalidad, ¿no? Y lo mismo Andy Murray. No todo es siempre sólo cuestión de dos”. No está dispuesto a seguir. Su amplia sonrisa me dice: “Ya sé que tienes que escribir; es parte de tu trabajo. Pero, ¿sabes una cosa?, ya hablaremos otro día, ¿no?
(mañana más)
Saludos
04/09/2012 09:21:00 AM