La final de las botellas
Una de las dos semifinales de la Copa de 1968 enfrentó al Atlético de Madrid y al Barça y fue muy polémica. Del partido del Calderón salió el Atlético indignado, reclamando dos penaltis. Con todo, ganó 1-0 y viajó al de vuelta esperanzado. Allí se llegó al final con 2-1, lo que daría paso a la prórroga. Pero Rigo, el árbitro, aplicó un descuento excesivo a ojos del Atlético y Zaldúa marcó el 3-1. El Barça iba a la final. El Atlético regresó indignado y la prensa de Madrid se hizo amplio eco de ello.
Salió a relucir entonces que ambos partidos, el de ida y el de vuelta, los había arbitrado el balear Rigo. El mismo que había dirigido los dos partidos de cuartos entre el Barça y el Athletic, provocando también malestar en Bilbao. El mismo que había arbitrado once de los treinta partidos de Liga del Barça, con frecuentes quejas de los adversarios. En medio del debate se conoció la designación del propio Rigo para arbitrar la final, en la que el contendiente del Barça iba a ser… ¡el Real Madrid!
¡Para qué más! Sobre la ola de enfado de los atléticos se montó la de indignación y protesta de los madridistas, que sospechaban que Rigo era árbitro de cámara del Barça. Para más problema, entre las semifinales y la final hubo más tiempo del habitual, doce días. La final se retrasó hasta el 11 de julio por problemas de agenda de Franco. Visto con perspectiva, choca que Franco, al que tanto veíamos en el NO-DO cazando o pescando (salmones en Asturias o atunes desde el Azor) tuviera una agenda tan complicada. Pero esa vez la tuvo y la polémica se alargó.
El Madrid instó a la federación a que cambiara la designación, pero esta no quiso. En realidad, la costumbre entonces era designar a los árbitros cotejando la posición que tenían en la lista de los equipos contendientes. Tras cada partido, los dos clubes puntuaban al árbitro. Para cada partido se buscaba el mejor colocado en la suma de ambas listas. Para el Barça, Rigo era el primero y para el Madrid, el segundo. (Hasta después de esa final, claro). El primero en la del Madrid era Ortiz de Mendibil, que estaba recusado por los azulgrana desde un gol concedido también en el descuento a Veloso en un Madrid-Barça de 1966.
Ellos eran los dos grandes árbitros del momento y en caso de duda hacían lo posible por agradar al grande de turno. Así estaban arriba en sus dos listas y les arbitraban con frecuencia, lo que les daba fama y currículo. Pero cuando ambos se enfrentaban había que elegir, y… El caso es que se mantuvo a Rigo, contra las protestas del Madrid. El asunto fue comidilla durante doce días. Por su parte, en Barcelona se quejaban de que la final fuese en el Bernabéu, que la Federación defendía como “campo neutral”. No había privilegio en los precios de las entradas. Pero había el privilegio de la proximidad. Viajar desde Barcelona costaba dinero y ni había tanto ni era tan fácil ni habitual viajar como ahora. Para más inri, ese 11 de julio encontrado en la apretada agenda del Caudillo era jueves, día laborable. Para los barcelonistas era muy difícil acudir.
El Madrid llega como campeón de Liga, pero con tres bajas duplicadas. Le faltaban el lateral Calpe y su suplente, González; el interior Velázquez y su suplente, Félix Ruiz; el extremo izquierda, Gento, y su suplente, Bueno. Y además, el delantero Veloso. Muñoz recompone el equipo como puede: Betancort; Miera, Zunzunegui, Sanchis; Pirri, Zoco; Serena, Amancio, Grosso, José Luis y Miguel Pérez. A este último se le ha conseguido repescar de la mili la víspera, con un permiso extra. Se intenta lo mismo con el interior De Diego, pero no se consigue. El Barça sale con los mejores: Sadurní; Torres, Gallego, Eladio; Fusté, Zabalza; Rifé, Pereda, Mendoza, Zaldúa y Rexach, joven canterano éste que a última hora pasa por delante de Oliveros.
Cien mil espectadores, con abrumadora mayoría de madridistas. En el palco, los popes del Régimen, junto a los presidentes, Santiago Bernabéu y Narcís de Carreras. El partido empieza mal para el Madrid: centro desde la izquierda e intento de despeje en pifia de Zunzunegui, que manda el balón cruzado al segundo palo de Betancort. Gol. El Barça se parapeta, el Madrid ataca. Al público madridista este inicio le frustra. Hay indignación cuando Pereda, con la pierna en alto, golpea a José Luis, que queda un rato conmocionado. Más cuando, un poco más tarde, Serena se va por la banda, Rigo pita porque el balón se le ha escapado fuera de la línea, pero el extremo sigue y Gallego le cruza violentamente, sin necesidad, puesto que no hay juego. Caen algunas botellas en el lugar. Poco más tarde, el propio Gallego voltea a Pirri, que queda en el suelo, dañado. Otro pequeño lanzamiento de botellas. Pirri está fuera ocho minutos, vuelve con luxación de clavícula y así termina el partido, con el brazo doblado hacia arriba, corriendo con dificultad.
El Madrid ataca y ataca. Brilla Amancio, brilla Sadurní. Se llega al descanso. A los doce minutos de la segunda parte se desata el pandemónium. Serena entra por el centro del área y cae ante la entrada de Eladio. Rigo deja seguir. La lluvia de botellas es bestial, lo nunca visto. Por la época eran muy frecuentes los lanzamientos de almohadillas al terreno de juego, pero excepcionales los de botellas. Botellas de cristal, de cuarto o tercio de litro, de cerveza, Coca-cola o Fanta. En caso de impacto podían hace mucho daño. En general, cuando algún salvaje tiraba una los vecinos de localidad se lo reprobaban. Se arriesgaban incluso a salir detenidos.
Algo más tarde, una fricción entre Torres y Amancio provoca otra tremenda lluvia de botellas, que los propios jugadores blancos piden al fondo que cese. Sadurní decide pasar el resto del partido, cuando no tiene el juego cerca, dentro de la portería, esperando que la red le proteja, porque algunos hacen tiro al blanco con él. En cada zona del campo, cualquier falta de un barcelonista cerca que la banda es replicada con una lluvia de botellas. Sadurní, pese a todo, completa un gran partido, con una presencia de ánimo ejemplar. También ha sido ejemplar el esfuerzo del Madrid, con tantas bajas y Pirri mermado. (No había cambios). Se llega al final con el solitario autogol de Zunzunegui. Cuando Zaldúa recoge la Copa de manos de Franco, el estadio es un grito unánime: “¡Rigo, campeón!” El Barça se retira al túnel entre más botellas, parece mentira que aún queden.
En el palco, cuentan después en Barcelona, la señora de Camilo Alonso Vega, ministro de Gobernación, está muy afligida. Le dice a Bernabéu: “¡Qué desgracia, hemos perdido!” Su marido le reconviene: “Felicita al presidente del Barça…” Y ella se vuelve hacia este: “¡Ah, sí, perdón! Felicidades. Porque Cataluña también es España, ¿verdad?” A lo que Narcís de Carreras responde: “Señora, no fotem”.
El Barça se va con su Copa y queda la polvareda. ¿Merece el Madrid una sanción? La federación no lo aplica, porque estima que es ella la organizadora del partido, no el Madrid. Eso provoca enfado en el mundo culé. Eso sí: antes de comenzar la Liga siguiente, la federación emitió una circular prohibiendo despachar envases de vidrio en los estadios. Desde entonces debían ser previamente escanciados por el expendedor en vasos de plástico. Eso provocaba grandes colas en las barras, retrasos y barullos, lo que hizo que todas las aficiones de España pagaran en cierto modo la zaragata.
Respecto a Rigo, quedó marcado. Llegó a estar recusado por nueve clubes. En 1975, la federación, que entonces presidía Porta, le relacionó con una trama de árbitros cuya cabeza era el madrileño Antonio Camacho, que supuestamente se ofrecían para venderse. El asunto trascendió en sus detalles (algún día lo contaré en esta sección), pero no hubo sanción oficial. Simplemente, se les fue apartando. Rigo cayó en ese viaje, aunque la relación con la trama nunca estuvo clara. Para el Barça, la eliminación de Rigo fue un síntoma más del poder del Madrid. Para el Madrid, su designación para la final fue una concesión inaudita al Barça. Rigo ahora hace declaraciones de cuando en cuando. Dice que no era barcelonista ni antimadridista hasta aquella final, pero que desde ese día se convirtió en ambas cosas a la vez.
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