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Colores grabados a fuego (3ª parte)

ZONA ROJA

Esta es una casa de locos por la NFL desde 2009.

Autor: Mariano Tovar

Colores grabados a fuego (3ª parte)


Antes de seguir hablando del Pucela, que ninguno de los aficionados a la NFL piense que les de dejado en la estacada. No hay ninguna noticia nueva sobre la que hablar y, en cuanto la haya, aparcaré estos devaneos ajenos al deporte que protagoniza este blog y volveré a centrarme en el mundo de las 100 yardas.

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Enumerar a los jugadores del Valladolid de mi infancia es una labor peligrosa y complicada. Lo primero, porque seguro que me dejo alguno de los indispensables. Lo segundo porque mi memoria infantil es un maremágnum de partidos sin orden ni concierto. Ya os hablé en el primer artículo de alguno de mis primeros mitos, como Landáburu, Cardeñosa o Antón, pero mi lista de ídolos era mucho más larga.

Mi portero era Llácer. No sabéis cómo me enfadó que perdiera la titularidad tras la llegada del ‘loco’ Fenoy, y cómo me disgustó, años después, que el argentino se retirara. Uno era la sobriedad, el otro la anarquía, pero ambos convirtieron la portería del Pucela en una de las mejor cubiertas del fútbol español durante más de una década. La enumeración de jugadores de campo puede ser mucho más larga: Amarilla, Toño, Jacquet, Santos (un defensa grande y desgarbado, como Julio Salinas pero de central), Moré y Rusky (los dos llegados del Barcelona), Poli Rincón (coincidí con él en la redacción de AS hace algún tiempo y le dije que recordaba su paso por el Pucela con horror. Lo cierto es que teníamos pánico a que saliera al campo. Casi siempre montando tánganas y expulsado cada dos por tres. No le hizo mucha gracia el comentario y respondió que el Valladolid no era un equipo en el que él pudiera desarrollar toda su categoría…), Palacios, Gail (ese sí que era un fenómeno), Pepín, Minguela (en la zona de la grada que yo habitaba le tenían mucha manía y le acusaban de lento. Decían que había sido el descubridor de los cubalibres en Valladolid y a mí, ingenuo, eso me tenía encantado. Los cubalibres eran mis caramelos favoritos. Me parecía increíble que pudiera ser un centrocampista tan fabuloso y que además fabricara unos dulces tan cojonudos. Las gradas pueden ser muy injustas en sus juicios y crueles en sus comentarios), Sánchez Vallés, Jorge (él fue el autor del primer gol del Pucela en el nuevo estadio de Zorrilla. El recuerdo de aquel partido aún me provoca angustia. Yo ya tenía catorce años, pero los niños suelen ser muy supersticiosos y no podía concebir que la inauguración, que además se producía en un difícil partido de Liga contra el Athletic, pudiera no terminar con victoria. Estaba convencido de que un mal resultado provocaría una hecatombe que desencadenaría la desaparición del club o la demolición del estadio. Por suerte, el pequeño delantero arregló el entuerto en los minutos finales)…

Pero yo no quería hacer esa larga y aburrida enumeración. Quería centrarme en un jugador. El que más me marcó. El culpable del balonazo. Mellado.

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José María Mellado Mesina procedía del Real Betis. Su carrera había sido siempre la de un defensa duro, con cierta clase pero sin suerte. El Betis terminaba cediéndole cada año a equipos de inferior categoría, pero en 1975 acabó recalando a orillas del Pucela donde se ganó el cariño de la afición por su profesionalidad. El tío era un currante y se dejaba el alma en cada partido. Yo le recuerdo como defensor infranqueable, pero juraría que también tenía gol y que daba batalla en cualquier zona del campo. Además, era amigo íntimo de mi padre. Nos lo encontrábamos en San Pedro Regalado, o en la calle Santiago, y los dos se enzarzaban en larguísimas conversaciones de fútbol, o de lo que se terciara. A los niños les torran esas tertulias callejeras de los adultos, así que yo ya tenía al pobre Mellado un poco cruzado.

El caso es que, en un partido en el viejo estadio, Mellado despejó un balón con un patadón terrorífico, con tan mala suerte que el proyectil impactó, entre los más de 15.000 posibles objetivos, en medio de mi cara. Me caí para atrás y se me puso el rostro rojo como un tomate, mientras algunas gotas de sangre goteaban de mi nariz y los ojos se me llenaban de lágrimas. Recuerdo que el impacto me estalló en la cara como una bomba. Pero lo que más me indignó, fue que el acontecimiento no le importó un bledo a nadie, salvo a mi padre que me dio dos palmaditas en la espalda, comprobó que estaba entero, me preguntó si me encontraba bien y, tras recibir una respuesta afirmativa devolvió su atención a los lances del juego. Yo no podía creérmelo. ¡Estaba herido! Era increíble que no se hubiera detenido el juego, hubieran subido las asistencias de los dos equipos a atenderme y Mellado no se hubiera acercado hasta mi localidad para disculparse y, de paso, regalarme el balón firmado.

Desde entonces siempre sentí un rencor injusto, e incurable, contra Mellado. Cuando coincidía con mi padre le echaba en cara el balonazo y le deseaba lo peor. El odio de un niño es maligno, porque es odio puro, sin perdón, que no se cura hasta la venganza.

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El sevillano era un tipo estupendo e intentó templar gaitas invitándome a sus clases de fútbol. Resultaba que los sábados por la mañana reunía a un grupo de niños en los campos del Pegaso para revelarles todos sus secretos. Ahí descubrí lo difícil que es jugar al fútbol. Mellado nos enseñaba a meter el empeine, a conducir el balón con la vista levantada, a hacer fintas indefendibles… y a defender esas mismas fintas. Era increíble verle hacer diabluras con la pelota. Alineaba media docena de balones fuera del área y los chutaba en una sucesión eléctrica, como una ametralladora, para que todos impactaran en el mismo punto del travesaño. ¿Si un defensa fajador como Mellado era capaz de hacer aquellos malabarismos, qué no conseguiría un jugador de Primera, una de las grandes estrellas del fútbol?

Aquellas clases consiguieron suavizar bastante mi dañada relación con el jugador y, cada domingo, mantenía una doble vida esquizofrénica que me llevaba a abuchearle más que nadie sus errores, recordando el pelotazo, y a aplaudir como un loco sus mejores jugadas, agradeciendo sus magníficas clases… Ahora, con los años, me emociona recordar esa relación de amor odio con el futbolista.

Mellado tuvo que retirarse en 1979, a los 31 años, poco antes de que el Pucela lograra el primer ascenso de mi vida. Una lesión le jubiló aún joven y me privó del futbolista al que más odiaba, de mi jugador favorito.

Poco después montó una tienda de deportes en el paseo de Zorrilla, enfrente del Campo Grande. Me encantaba ir con mi padre para saludarle, recordar viejos tiempos y conseguir que me autografiara algún balón que luego enseñaba con orgullo: “Mirad, esta es la firma de Mellado, mi amigo, el tipo que una vez me dio un balonazo”.

¿Qué habrá sido del bueno de Mellado?

mtovarnfl@yahoo.es

2 Comentarios

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Javier

Y lo próximo que va a ser, Maldini hablando de los recuerdos de la infancia que le traen los Cleveland Browns?...Vaya tela...GRANDE TOVAR!! Enormes artículos.

06/02/2011 11:55:25 PM

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Javier Lesmes

Gracias Mariano otra vez, sin ser mi equipo, yo también lo llevo en mi corazón por diferentes motivos. Eres el mejor Mariano

06/04/2011 01:54:04 PM