MVP. Jugador más valioso. Para mí siempre ha sido sinónimo de excepcionalidad. No creo que haya que premiar a alguien por sus números o estadísticas, sino por su capacidad para crear algo diferente, por provocar emoción, por ser distinto. Sí, ya se que no hay ninguna manera de medir sensaciones. Ahí está la gracia del asunto.
La NFL suele provocar un vicio muy común en los deportes americanos: convertir a sus seguidores en obsesos de la estadística. Participar en ligas fantasy exagera aún más ese problema. A veces tenemos una tendencia equivocada a juzgar a los jugadores por sus números. Además, esos criterios también terminan siendo subjetivos. Unos y otros tiran de las estadísticas que más les convienen para criticar o ensalzar a un jugador. El deporte no es eso. Nunca fue eso. El deporte es pasión y, si lo pensamos un rato, descubrimos que los jugadores que han trascendido a lo largo de los años no han sido los que han acumulado mejores números, sino los que han sido capaces de arrastrar, apasionar, emocionar.
No hay nada menos racional que el deporte. Nunca ocurre lo esperado. Es un reino de sorpresas y, en el fondo, los números no importan. La gran mayoría de los aficionados siguen a equipos o deportistas perdedores, y lo hacen más allá de números y estadísticas, victorias o derrotas. Como os he dicho muchas veces, hay mucho más de amor irracional, capricho o locura.
La semana pasada os dije que, en mi opinión, Aaron Rodgers y Calvin Johnson son los grandes aspirantes al MVP tras el primer cuarto de temporada. No os equivoquéis. El motivo no son los números. Mi selección está fundamentada en algo tan volátil como son las sensaciones. Al final ese es el criterio más sano en una actividad tan caótica como la que nos ocupa.
Aaron Rodgers no está jugando como los ángeles porque sus números sean estratosféricos. Es el favorito al MVP porque cuando pisa el campo crea a su alrededor un aura de poder, de infalibilidad, de vivir a cámara lenta, que van más allá de si un pase es completo o fallado. Los taurinos lo vais a entender muy bien. Pensad en esa tarde en la plaza, cuando un torero bueno sale a la arena y se hace el silencio. Él no lo pide. Lo provoca con su sola presencia. Y es una calma misteriosa, casi mística, de veneración, expectante ante un momento mágico que está por venir. El maestro envuelve al toro en la muleta y para el tiempo. El mundo se detiene y el público contempla un milagro que transporta a otro sitio. Son unos pocos segundos de arte en movimiento, unos instantes en los que el hombre se diviniza. Nadie dice nada hasta que alguien estalla incapaz de absorber tanta grandeza y se desahoga en un ¡¡¡olé!!! atronador que levanta la plaza y desata todas las pasiones que estallan en un delirio. Sin saber por qué, cuando el matador remata la serie descubres que estás llorando, que te duelen las manos de aplaudir y que has vivido un momento sublime. Es muy posible que el resto de la faena sea un desastre, que el toro se venga abajo o que el diestro pinche en hueso una y otra vez para perder los trofeos. Da lo mismo. Esos diez segundos se recordarán como los mejores de la feria y trascenderán por encima de las orejas cortadas.
Esa misma impresión me está produciendo el Rodgers de 2011. Muchas de sus jugadas me provocan sensaciones de emoción casi taurinas. Es una cuestión de poder, de saber estar, de dominio y arte. Los números son una consecuencia, pero tal vez la menos importante.
Muchos criticáis que incluya a Favre en mi quinteto de QBs de todos los tiempos. El motivo es que nadie como él ha trasladado a un emparrillado esas emociones casi primigenias que trascienden al deporte. Favre era arte. En sus pases completos y en sus intercepciones. Envolvía al público, a su equipo y a sus rivales, para llevarlos a un mundo distinto en el que el balón volando era perfecto en si mismo. Y los pelos se te ponían de punta incluso antes del snap. Cada gesto, cada mirada, formaban parte de una liturgia que emanaba del deporte mismo y se convertía, como la lidia en esos pocos momentos mágicos, en arte en movimiento. Nadie ha alcanzado la emotividad de Favre en un campo de juego. Por eso es uno de mis cinco grandes.
Por supuesto que es lícito criticar a Favre, como lo es criticar la Fiesta, pero los que lo hacen se están perdiendo algo. O quizá atoren sus sentidos haciendo números, estadísticas o análisis profundamente racionales aunque carentes de emoción. Ese empeño por racionalizar lo irracional les impide sentir una exaltación que llega a provocar lágrimas.
Muchos os quejáis de que siempre hago de menos a Rivers. Y blandís sus números como argumento. Para mí, el problema del QB de los Chargers es que no transmite. Le falta emoción, magia, poder y sus números o eficacia no suplen esa falla. Eso es lo que diferencia al deportista que trasciende, al mito.
Y Rodgers, quizá contagiado por su maestro, ha conseguido aunar la predicción matemática con la emoción irracional. Rey en el campo y maestro en la lidia. Sin importar el resultado, sin darle importancia a las cifras. Por eso es uno de mis tres aspirantes al MVP.
Calvin Johnson, por números, no debería ser considerado el mejor WR de lo que va de temporada. ¿Y qué? Los que le seguimos con reverencia desde que debutó en la NFL estamos más o menos acostumbrados a sus milagros. Pero esta vez es algo distinto. Los momentos mágicos se acumulan. El otro día me lo definía perfectamente mi amigo Clark en un correo que me envió. Este año, Calvin levita. Salta y detiene el tiempo a su alrededor para que las leyes de la física no le afecten. Se mantiene en el aire mientras los defensas caen, como fruta madura, para atrapar balones que no están al alcance del ser humano. Y lo está haciendo cada domingo, y cuando más falta hace, y en las peores condiciones y sin medida, y haciendo que nos llevemos las manos a la cabeza y dudemos de su condición humana y de su falibilidad… y entonces lo vuelve a hacer, una y otra vez, hasta dejarnos exhaustos. Agotados de tantos imposibles, de tal acumulación de momentos especiales. La suma de yardas, los números, dependen de muchos otros factores. Él, en lo que le toca, no está teniendo rival. Ni de lejos.
Pero hay un tercer hombre. Un polaco gordo y bebedor. A punto mil veces de perder la tarjeta verde y recibir, a cambio, una tarjeta roja que le enviara de vuelta a su país de origen. Envuelto en tráfico de drogas, en conducciones etílicas, en peleas y broncas. En el fondo, un Raider. Uno de los tres únicos kickers elegidos en primera ronda del draft, en un capricho más de un viejo maniático e indomable, que ordenaba jugadas desde el palco y despedía jugadores y entrenadores porque le caían mal, por muy buenos que fueran. Que fichaba por simpatía, aunque no sirviera para nada. Sebastian Janikowski homenajeó al viejo Davis, tras su muerte, con una tarde mágica de patadas imposibles, eternas. De balones que surcaban el cielo desde lugares inhóspitos, para atravesar los palos por el centro justo, sin desviarse un milímetro. Misiles que nunca caían y que se perdían entre las nubes para terminar en manos de Al, el hombre que fue un visionario para convertir la NFL en un deporte moderno, pero que terminó superado por el tiempo, sin entender las evoluciones que surgieron tras la implantación de la agencia libre.
Janikowski es un caso único. Los jugadores de fantasy lo sabéis de sobra. Desde hace años entra en los dafts de nuestras casas para convertirse en objeto de deseo. Un kicker de primera ronda también en el mundo de fantasía. Casi aburrido antes de la patada. Como sin ganas. Echando de menos un pitillo entre los dedos, para dar una calada profunda antes de ese impacto que, con menos carrerilla que nadie, consigue impulsar el balón hasta lugares inconcebibles. “¡¡¡Papá, corre, ven!!! ¡¡¡Janikowski va a lanzar un field goal!!! ¿Quién deja de servirse una cerveza fresca por un field goal? El polaco de barriga cervecera, nunca deportado gracias a las influencias de Al, consigue que todos corramos para llegar a tiempo frente al monitor, y verle ejecutar algo mecánico, casi estadístico, con una perfección dolorosa, que convierte en posible lo improbable y en sencillo lo inverosímil.
En la segunda etapa de la NFLEuropa los field goals de más de 50 yardas valían cuatro puntos. Los kickers retrasaban el balón dos o tres yarda para llegar a la línea de 32 y desafiar la física. Me gustaría que esa regla se aplicara en la NFL. Janikowski, el lanzamisiles, se convertiría, definitivamente, en un arma de destrucción masiva.
Aaron Rodgers, Calvin Johnson, Sebastian Janikowski. Tres aspirantes al MVP por su magia, por su capacidad de hacer cosas imposibles, por el aura que les rodea en el campo. No os engañéis. Nunca fue una cuestión de números. Y sino, que se lo pregunten a Tebow.
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