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Nunca digas nunca, Maestro Zen

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Un blog para tratar el pasado, presente y futuro del baloncesto tanto nacional como internacional: ACB, ULEB, Euroliga, Eurocup y la NBA.

Autor: Juanma Rubio

Nunca digas nunca, Maestro Zen

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En su último año jugué con una sola pierna. La rodilla de la otra no me dejó poner lo mejor de mí al servicio de Phil en su despedida y eso es algo que me ha atormentado desde entonces. Es un entrenador demasiado grande como para acabar su carrera de la forma en que lo hizo”. Las palabras son de Kobe Bryant después de derrotar a los Warriors con Bernie Bickerstaff como entrenador (muy) interino. Kobe, mirada asesina al margen, fue escrupulosamente respetuoso con Mike Brown. Le apoyó públicamente, le apoyó con sus números en cancha y los que están cerca de él aseguran que realmente quería hacer funcionar el sistema de ataque Princeton que Brown quiso instalar con Eddie Jordan a los mandos.

Los palabras de Kobe Bryant iluminan un camino que ha terminado por ser el único posible cuando era el más disparatado días, casi horas, antes: Phil Jackson es la desembocadura de la deriva de una franquicia inmersa en un drama shakesperiano aderezado con toda la pompa hollywoodiense que para bien o para mal define lo que son los Lakers, el polvo de estrellas que atrae a tantos y satura a no pocos. Es el plan A y de repente el único con sentido dentro de un puzzle kafkiano que no tiene ningún sentido o lo tiene de forma rotunda, íntima y absoluta. Depende de cómo se mire. Ni D’Antoni ni Sloan ni McMillan ni por supuesto Brian Shaw, el heredero de Jackson decapitado en su día por Jim Buss, el hijísimo que está aprendiendo por la vía rápida de los coscorrones que no es fácil ponerse al frente de las tropas y avanzar entre el fango de la toma de decisiones. Él aplicó la política de tierra quemada sobre toda la herencia de Jackson y descartó después a Rick Adelman para apostar por Mike Brown. Jerry Buss, su padre (y el de Jeanie, novia de Phil), tiene 78 años, ha gobernado los Lakers desde hace casi 35 y es el que ha dado el paso al frente: hay que escuchar a la gente y dar a los aficionados lo que piden. Hay que permitir que, siempre, siga el espectáculo y hay que sacar como mínimo un montón de victorias y puñado de buenos ratos de una plantilla de 100 millones de dólares, impuesto de lujo al margen.

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El padre enmendando al hijo y los errores cometidos cerniéndose en nubarrones de maldición en formato déjà vu. Otra vez: Phil Jackson se fue de los Lakers en junio de 2004 tres anillos y una implosión de vestuario después: Kobe y Shaquille se retaron y el pívot se fue a Miami. Jackson se marchó, cargó contra Kobe y no sintió que Jerry Buss tuviera demasiado interés en retenerle. En junio de 2005 Phil Jackson había regresado, por el camino una temporada de 48 derrotas que ni pudo terminar un entrenador tremendo pero finalmente abrasado como Rudy Tomjanovich. Él no pudo manejar la herencia del Maestro Zen, ¿cómo iba a hacerlo el mucho más frágil Mike Brown? Los Lakers despiden a Brown tras cinco partidos de Regular Season, apenas el 6% de la temporada, en un vaivén sin parangón y que sólo vagamente recuerda a la salida de Paul Westhead con sólo seis partidos consumidos de la temporada 81-82. Entonces una petición imperativa de Magic Johnson provocó la quiebra y propició la llegada de Pat Riley. Y el nombre no aparece por casualidad: desde aquel 1981 los Lakers han tenido 13 entrenadores. Once de ellos no han conseguido ningún anillo y entre Pat Riley y Phil Jackson han sumado nueve en veinte temporadas. Ellos representan la excelencia pero también la leyenda y el estilo: eso es Hollywood y ese es el ADN de los Lakers. Tipos genuinos y geniales y, con permiso de Auerbach o Popovich, los mejores de siempre.

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En 2005 los Lakers agotaron temporada antes de regresar a Phil Jackson, 36 millones de dólares por tres años de por medio, y se quedaron fuera de playoffs por segunda vez en casi tres décadas. Esa es una enseñanza que Jerry Buss lleva grabada a fuego. Lo que vale en otros equipos no vale, para bien y para mal, en los Lakers. Es una cuestión de cultura, de ambición e incluso de show: el equipo de Mike Brown perdía, el equipo de Mike Brown jugaba rematadamente mal. Esta plantilla no guarda en los bolsillos meses para completar una evolución copernicana hacia el sistema Princeton. Nash tiene 38 años, Bryant 34, Gasol 32 y Dwight Howard sólo este año de contrato. Esta versión de Lakers tiene un margen máximo de dos temporadas y ha demostrado no tener tiempo para Mike Brown. Este argumento sirve para combatir la comparación con Miami Heat y su sacrosanta paciencia durante más de una temporada con Erik Spoelstra. Aquel equipo sí podía permitirse un proceso (process: la palabra que Spoelstra repitió hasta la saciedad) con tres estrellas viviendo o entrando en sus mejores años. Estos Lakers manejan una urgencia diferente pero igual de carnívora y ella determinó, acabó siendo así, la decisión de prescindir de Mike Brown y saldar con él un contrato de 18 millones por cuatro años recién estrenado el segundo. Justo o no, ese despido y la millonada histórica que pedirá Phil Jackson es una inversión perfectamente asumible para una franquicia que, sin ir más lejos, ha vendido sus derechos a Time Warner para veinte años y por una cifra cercana a… 5000 millones de dólares.

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Mike Brown ha sido víctima de un cargo que le quedaba enorme. Difícil asumir el mando de los Lakers, imposible sustituir a Phil Jackson. De vuelta a Kobe y a Saturno devorando a sus hijos: “lo que ha pasado es en parte culpa de Phil. Es un genio del baloncesto, a cualquiera le resultaría especialmente difícil calzarse sus zapatos”. Mike Brown tiene 42 años, no jugó en la NBA (asunto crucial en la gestión de un vestuario lleno de gallos) y se hizo a sí mismo como entrenador a partir de su trabajo como especialista de vídeo en Denver, en 1992 y por encargo de… Bickerstaff, que 21 años después dirigió el primer partido post Brown en L.A. Brown contó con el apoyo público de los Buss, de Kupchak y de Kobe, pero las derrotas lo hicieron todo artificial, viciado: insostenible. En sus cinco partidos, que siguieron a ocho derrotas en ocho partidos de pretemporada, los Lakers atacaron mal aunque dejaron algún destello de lo que podría ser, en un futuro pluscuamperfecto (imposible), la bondad Princeton. Sin embargo no existieron en defensa, la especialidad de la casa Brown con la que cayó rendido sus pies poco más de un año antes Jim Buss. Defensa deficiente y un ataque cuyos brotes verdes se iban por el desagüe de las pérdidas de balón: 91 en esos cinco partidos, casi 19 de media. Indecoroso.

En defensa de Brown se puede argumentar que es un buen tipo, que adora el baloncesto y que es un comunicador entregado. Quizá su apuesta guardaba un destino brillante (que no se vislumbraba) y desde luego ha tenido menos margen del que indica el calendario: la primera temporada estuvo marcada por el lockout, en la segunda apenas ha tenido a su quinteto inicial en un partido y medio. Lesión de Nash, Howard en busca de la plenitud… El hecho es que los Lakers dejaron de estar interesados en lo que podía haber detrás del engranaje Princeton y, con toda la cochambre que escenifica un despido al quinto partido, la medida parece justificable donde ha muerto la confianza y donde un puñado de partidos para alzarse al 50% de victorias no iba a arreglar nada. Despedirle así ha resultado feo pero el error fue primero contratarle en su momento y después prolongar la confianza superado el primer verano. El error fue de Jim Buss, el hijísimo, que ahora se tiene que tragar un sapo de dimensiones cósmicas para abrir los brazos a Phil Jackson. Los brazos y la puerta del despacho que literalmente ocupó tras la salida del mejor entrenador de todos los tiempos. Jerry le enseña a Jim las reglas de un juego cuyas llaves las tiene el público que coreaba “We Want Phil (queremos a Phil)” durante el tercer cuarto del triunfo ante los Warriors, un partido cómodo en el que el equipo jugó con más cohesión y energía y en el que el banquillo aportó a un nivel al menos digno. Otros debes que llenaron la mochila de Mike Brown.

Y queda Phil Jackson, sus cuentas pendientes con Buss hijo a caballo entre su retiro de Montana y su mansión en Playa del Rey, a minutos de la cancha de entrenamiento de los Lakers. El entrenador de los once anillos y la mística inigualable, el que usaba un tam-tam en los entrenamientos y quemaba incienso en el vestuario para ahuyentar a los malos espíritus tras una derrota dolorosa. El mejor gestor de grupos que ha dado el deporte, un motivador único capaz de implicar en una relación casi paternal a todos sus jugadores, de las grandes estrellas a los temporeros. El que canalizó la pulsión ganadora casi sociópata de Jordan, el que atemperó a Pippen y apaciguó en la medida de lo posible a Rodman. El que articuló, al menos por un tiempo, a Kobe Bryant y Shaquille O’Neal. El entrenador que regala libros a los jugadores y que cambia las sesiones de vídeo por visionado de películas en mitad de una final de Conferencia. Con la bendición de Kobe Bryant, de Pau Gasol y la curiosidad de Nash, que apura su carrera en busca de anillo. Y con la aprobación de Dwight Howard, al que los Lakers consideran en su toma de decisiones porque le necesitan feliz y en ruta hacia la renovación veraniega.

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Si las alternativas son D’Antoni, Sloan o McMillan, parece que Phil Jackson es una opción casi sorprendentemente lógica. Con él volverá el triángulo ofensivo y su guardia pretoriana -Rambis, Hamblen, Cleamons- y volverá el estilo, veremos si la química y la competitividad. El último Phil Jackson dejó la NBA hastiado y mermado por sus problemas de cadera y espalda, recuerdo de un costalazo tremendo que limitó su carrera como jugador en su segunda temporada con los Knicks, con los que fue campeón. Un contratiempo decisivo para un jugador de intensidad proletaria y eléctrica que se ganó a los ojeadores NBA exhibiendo envergadura al abrir las cuatro puertas de un Volkswagen sentado en el asiento de atrás. El último Phil Jackson se fue por la gatera de un 4-0 ante Dallas Mavericks, 122-86 en el castigo infinito del último partido, sepulcro de un equipo sin ética de trabajo, sin cohesión y sin hambre. Allí estaban los hijos del Maestro Zen, reunidos para el adiós. La ceremonia final, vislumbramos casi un funeral vikingo, de un tipo que desde luego dejaba un adiós, no un hasta luego.

Ahora Phil Jackson tiene 67 años y tiene que resolver primero la duda de si es aquel mundano Phil Jackson o el de tantas temporadas de oro, tantas series de playoff para la historia. Quienes le conocen aseguran que más de un año como jubilado y una operación de rodilla le han mejorado en lo físico de forma casi milagrosa y, al contrario de lo que podía parecer, demasiado tiempo libre ha instalado en él de nuevo el gusanillo de la competición: escruta los partidos de Lakers y hace cábalas sobre las posibilidades de esta plantilla. Él consiguió la versión más intensa de Gasol y la más concentrada de Artest/Metta World Peace. Y él, recuerdo, señaló hace años que si tuviera que elegir un jugador para convertirle en jugador franquicia de un nuevo equipo ese sería… Dwight Howard. Y él es el único que puede obligar a una rendición sumisa y a un cheque lleno de ceros a Jim Buss, al que hasta ahora el traje de su padre le ha quedado enorme.

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Las grandes dudas son Nash y Kobe. El escolta profesa su amor a Phil Jackson cada vez que tiene ocasión y éste, vista la actitud y el estado físico de un jugador antaño casi imposible de entrenar, parece dispuesto a unirse a él meses después de que una de las razones de su marcha fuera “no entrenar a Kobe cuando deje de ser Kobe”. Nash es el playmaker que, como tal, nunca ha tenido ni necesitado Phil Jackson. Pero conviene recordar que el triángulo ofensivo es flexible y sí incluye opciones de pick and roll, el arma de destrucción masiva de Nash, y que aunque el canadiense ya no puede defender prácticamente a nadie sigue siendo uno de los mejores tiradores de tres de la liga. Y conviene recordar para entender este punto a Paxson o, claro, Steve Kerr.

Visto desde el punto de vista de la planificación laker el cambio no oculta grandes enseñanzas ni moralejas aleccionadoras. Es sencillamente una apuesta por lo óptimo, la misma búsqueda de mejora que ha propiciado las llegadas de Nash, Howard o Jamison. Mejorar el puesto de base, mejorar el banquillo, mejorar al segundo mejor pívot de la liga sustituyéndole por el mejor. ¿Mejorar todo y no mejorar al capitán general? Desde luego la destitución de Brown enseña una disfunción, pero esta estuvo en la apuesta mal calculada de su contratación, no tanto en esta decisión drástica y de máximo riesgo. Las expectativas se vuelven a disparar, la espada de Damocles se afila. Será un triunfo histórico o un desplome legendario. Donde Mike Brown parecía una figura diminuta, casi intrascendente, Phil Jackson proyecta sus más de dos metros de mística, la profundidad del conocimiento del juego (y de la vida) que inspira confianza en los que le tocan y temor en los que se enfrentan a él. En un vestuario que casi no tiene tiempo y en el que combaten a muerte edad y talento, parece, si se piensa con un poco de perspectiva, una oportunidad que no se puede desaprovechar si es que se presenta. Y así son los Lakers, otra vez a la caza de un éxito glorioso bajo amenaza de un fracaso para los libros de historia, que al fin y al cabo están llenos de relatos inolvidables de equipos como los Lakers y tipos como Phil Jackson. Y termino con el argumento más sencillo de todos: su vuelta es desde luego una excepcional noticia para el baloncesto.
 
El baloncesto no es como el fútbol americano y sus normas perfectamente establecidas, es un juego de improvisación. Es como el jazz: si a alguien se le escapa una nota, otro tiene que aparecer para rellenar ese vacío y permitir que no cese el ritmo que sustenta al equipo” (Phil Jackson)